La navidad, esa época en la que los niños son felices y en la que, a medida que nos hacemos mayores, más echamos en falta a las personas que faltan y que, desgraciadamente, sólo perduran en nuestro recuerdo. Su imagen, a veces, se vuelve tan lejana que hay que mirar una foto para acordarte bien de sus rasgos, esos rasgos que hace tiempo no pasaban inadvertidos en una calle llena de gente, por su andar, sus gestos, sus ademanes, su olor, que cada año más y más, se torna en un lejano y doloroso recuerdo.
Pero la vida sigue, así que, las tradiciones familiares de los Martín comienzan este mismo fin de semana. Damos como todos los años el chupinazo a estas fiestas, con la Comida navideña anual de la familia en la que nos juntamos todos. Mi madre, mis cinco hermanos, los respectivos de los que tienen pareja (vendrá alguien por mi parte?? o será todavía muy pronto...), las niñas, y como nos descuidemos tendremos que hacer sitio para Darío, que nacerá en Enero, a no ser que tenga prisa por salir —si hereda el gusto de la familia por la comida, estará presente ahí, o al menos se manifestará a modo de patadas y puñetazos en la tripa de su sufrida y amnegada madre—.
Este año el sitio elegido es "La Calleja" en Guadarrama, se come bien y en verano tienen un Salmorejo de quitarse el sombrero, pero con todos los que somos espero que no se agobien demasiado los camareros, creo que son tres ó cuatro para todo el restaurante (que tampoco es tan grande).
Risas, piques y recuerdos se juntan siempre en esta comida que no es la única (aunque casi) que hacemos todos juntos a lo largo del año, pero si que es la que más vena nostálgica y sentimental tiene. Recuerdos de cuando éramos pequeños; esas peleas cuando se iban nuestros padres de casa, siempre en dos bandos, el escondite "sustos" y los escupitajos que Diana tenía que sufrir en el suelo (al menos era parqué y era caliente) agarrada por uno y observando como poco a poco caía el hilo de saliba hacia su cara (que otra cosa no, pero torturadores hemos sido también un rato). Esa habilidad que tenía mi madre (la habrá perdido con la edad?), para acertar con la zapatilla en plena espalda cuando nos portábamos mal, sin quitársela del pie, mientras huíamos por el larguísimo pasillo de casa. Toda nuestra infancia nos hace, como a todos creo, esbozar una sonrisa y volver a tiempos en los que las preocupaciones no existían y en las que esperabas con ansia el día en el que Papá Noel llegaba en la mañana del 25 de diciembre, y nos dejaba el salón repleto de regalos para todos. El día 24 por la tarde que era el día oficial (y lo sigue siendo) de partir el turrón... nosotros alrededor de nuestro padre intentando pillar las migas de chocolate que quedaban en la tabla después de que cada tableta fuera partirda y puesta en la fuente correspondiente. Todo ello, por supuesto partido con el "cuchillo del turrón" (que no lo entendereis, pero es el mismo que el "cuchillo de partir melones", "cuchillo de partir sandías" y otras muchas cosas que había que cortar y partir en mi casa, y que por cierto, continúa estando aquí cada vez más ajado pero conservado para el ritual del 24 de diciembre, como siempre).
Me acordaré siempre de la mañana del 25 en la que levantados desde las 8 de la mañana apremiabamos a nuestros padres para que despertasen a los mayores diciéndoles: "¡JO! Es que duermen muchooooo". Esas indagaciones a través de las puertas con ese cristal amarillo de circulitos tan espantoso, que no dejaba ver más que las siluetas de los muebles más voluminosos del salón. El momento de abrir la puerta y ver que, efectivamente, no había pasado de largo y que este año seguián luciendo los regalos por el sillón azul pavo real y la alfombra, la mesita de centro y el arbol que estaba plantado en la esquina en la que, normalmente, estaba la mesita auxiliar con la tapa de mármol y las patas de madera de una forma extraña e inquietante.
Las tradiciones cambian, ahora en lugar de pasar el 24 y abrir los regalos el 25... se abren el 24. Por arte de magia, y siempre —¡QUE CASUALIDAD!—, mientras uno de nosotros enseña a las niñas cualquier cosa arriba, el salón —que no es el mismo que cuando yo era pequeño, ni tiene ese sillón tan, tan, tan azul—, vuelve a llenarse de regalos para todos, de nervios y el momento de abrir la puerta —ésta ya sin cristal y sin posibilidad de atisbar lo que hay detrás de ella—, vuelve a estar lleno de magia cuando todos los regalos se abren, y todo el papel empieza a caer al suelo dejando al descubierto abrigos, jerseys, bolsos, juguetes y mil cosas que hacen ese momento feliz, y que hace que te olvides de todo, y como un niño, lo único que te interese en ese momento sea pedir: "Mi siguiente regalo, por favor".